
Pasaron casi dos horas de show. Marttein está parado solo en el borde del escenario, en calzoncillos blancos y zapatos. Transpirado. Despeinado. El pecho le sube y baja acelerado, al ritmo de unas bocanadas de aire que no llega a expulsar del todo antes de volver a inspirar. El gesto de la cara se transforma. Hay algo que se relaja. “Gracias, che”. Es un momento chiquito y casi imperceptible. Un par de segundos antes de que se vaya tras bambalinas, cierren el telón de Vorterix y enciendan la luz. Pero ocurre. Se cae la máscara y ahí está Martín Olivera.
En el libro Bowie, Simon Critchley habla de la obsesión de David por crear mundos. Se refiere al desarrollo de una “verdad inauténtica” en torno a su obra y al modo en que fue desplegando personajes disco a disco, y sugiere que el componente de verdad de esas canciones no se ve amenazado por la impostura, todo lo contrario: realza esa verdad, la hace más luminosa. La verdad se construye en torno a esa fantasía. La fantasía permite hablar de la verdad de una manera oblicua, de modo que penetre de otra manera en el imaginario. La máscara es un trampolín. Como en los carnavales: la máscara es condición de posibilidad para decir y hacer cosas que de otro modo quizás no haría. El disfraz habilita espacios prohibidos. La música y la poesía impulsan la llegada de un mensaje mucho más allá que las palabras.

El año pasado, Martín Olivera creó un universo para darle vida a su primer disco. Venía trabajando desde antes, enfundado en su alias “Marttein”, su estética musical: un rock electrónico mayormente susurradohabladogritado, oscuro, corrosivo, de impronta asfixiante. El antro hecho música. Marttein (el disco) profundizó ese camino y lo expandió a partir de la producción de Una película argentina, la presentación del álbum en formato audiovisual, en la que cuenta la historia de El Rubio: un lumpen que vive con la madre, amante de la joda y de la noche, que termina caminando en calzones al amanecer, en una calle desértica del conurbano.
Después de El Rubio, para el simple El marrón imaginó un predicador de pueblo que construye una secta en torno a su propio culto. Y este año lanzó ESPECTACULAR, un EP donde mutó a yuppie noventoso –excesivo, descarado, despiadado–, fanático de la guita y el champagne, que también apuntaló con un corto de 17 minutos que retrata las fechorías de este sujeto desagradable. En un punto de la película, el personaje interpretado por Tomás Rebord –que viene a personificar una especie de voz de su conciencia– lo amenaza: “No hay nada más triste que haber existido sin ser uno mismo”.
El escenario se iluminó de rojo y, con una cortina de fondo, apareció Marttein: traje de hombreras prominentes, corbata y el pelo engominado hacia atrás. “Espectacular” abrió la noche con su atmósfera lounge decadente y nuestro (anti)héroe cantando en plan crooner, con esa voz de barítono engolada, que por momentos pareciera estar reproducida por un walkman (¡googleen, jóvenes!) que se está quedando sin pilas. La trompeta de Gillespie aportó unas notas noire.
El sample asordinado de “La Macarena” anunció la llegada de “Sabor” y ese yuppie decadente hizo suyos los versos “El entretenimiento se puede complicar/Cuando eso que amás es lo mismo que te hace bajar”, originalmente del Rubio, pero que le quedaron pintados. A continuación, la letra de “Sábado” sonó tristemente coyuntural: “¡Pesitos, pesitos!/Los vimos pasar/Y aunque nos sacudieron seguimos acá/Y todas esas veces te apalearon a vos/Pero lo siento compatriota/Los palos me los quedé yo”.
El saco voló en “Amigos de la noche”: ese house cansino y descarado que incitó el primer pogo de la noche. Con el rkt oscurísimo de “Dos perrxs”, el yuppie se arrancó los pantalones cual stripper y quedó en camisa, tiradores y medias con portaligas. Tan sensual y a la vez desaliñado, como un figurín salido de un cómic porno freak. Invitó a MAG para cantar con ella su tema “Bullicio”. Camilo Desorden lo enfrentó como un doble estilizado y andrógino y bailaron espejados a través del humo viciado de un sótano sin ventilación. Un fragmento del Himno Nacional al final de la frenética “No vayas” cerró la primera parte.
Entreacto. Cuatro coristas ataviadas con túnicas de iglesia resaltan sobre la tarima del escenario. Marttein aparece en el palco entre el público, inclinado sobre una de las barandas, vestido como Elvis en la época de su residencia en Las Vegas. La imagen es tan contradictoria: el recuerdo del Rey rollizo y envejecido, con el pelo negro negrísimo y el rostro hinchado y cansado, contrasta con el físico de este muchachito: fino, fibroso, con esa tensión nerviosa en el gesto, el pelo rubio platinado. “No vine a imponer, vine a invitar. No es moda, no es rebeldía, es presencia, es esa sombra que te toma al final del día y te dice ya está”, invita a seguir su prédica, antes de comenzar “El marrón” con toda su parafernalia de rockito heredado del gospel que culmina en “Morir al sol”, el lado b del single. Fin del entreacto.

La distorsión de la guitarra de Pepe presagia el comienzo del desenlace. Llega El Rubio, con sus pantalones de vestir que le quedan medio cortos y la chaqueta de cuero marrón. “Futurista” suena lóbrega. El recitado de Mariana Enriquez aparece espectral, desde la sombra que reflejan las luces negro azuladas. Con “El Rubio” explota toda la energía escénica que concentra Marttein en el cuerpo. ¿Es un hombre? ¿Es un niño? ¿Una gárgola? ¿Un demonio? Arrabalero y futurista, la spoken word salpicada de lunfardo y la evocación punzante del “no sé qué mieeeeeeeeeeeeeeeeerda pasó en San Telmo” de dientes apretados de Charly en “No te mueras en mi casa”.
De aquí hasta el final se trató nada más ni nada menos que de la descomposición trágica de ese personaje. Como un striptease de locura. Cada prenda que fue perdiendo representaba el contacto con una realidad que iba siendo cada vez más lejana. El Rubio deshojó su cordura hasta quedar totalmente expuesto en su enajenación. Hubo un breve momento de paz durante ese hermoso réquiem para el amor que es “Para amarse”: sombría y desencantada, como los cuerpos de dos que ya no pueden ni tocarse, y ese final casi pop que emula el sonido de un tema del verano pero se oye como a través de una manta húmeda y fría.
Tras esa aguafuerte de la falopa que es “Llamalo” ocurrió su última y más visceral transformación en un ser del inframundo que escupe y llora sangre. Pasó Six Sex en su versión repartidora de Rappi para poner a todos a bailar con el pulso aceleradisimo de “Pizza Party”, pegadita en velocidad y estímulo a “Superofertas”. El paroxismo fue total.
Camina arrastrando los pies. Vencido. La espalda en una curva, las piernas chuecas. Las rodillas sin fuerza. La saliva cae en un hilo elástico. “Soy un fracaso pero en el antro hago que grites”, balbucea con el beat reguetonero deforme y pastoso de “AAA” de fondo. Hace mosh mientras suenan los acordes más remolones y el sonido sintetizado del cowbell que dispara Jeremy Flagelo desde su isla. Baila un cancán furioso y desprolijo en la tarima. Es bicho y es humano. “Soy un fracaso pero en el antro hago que grites”, insiste antes del fin.

El hedonismo loser sardónico. El fracaso y el éxito. Dos extremos que se juntan y se problematizan en la obra de este pibe nacido en 2001 que parece haber encontrado en esa verdad inauténtica de la que habla Critchley el entorno mejor para decir sus cosas. Al menos, así se vio el jueves pasado en Vorterix. Un show absolutamente performático en el que Marttein demostró que ese cuerpo flaco y desgarbado es suficiente para dar cuenta de mil historias que se cruzan, se chocan, se destrozan y se rearman.