Kylie Minogue se tumba sobre su espalda en una silla plegable que sostiene su cuerpo en un arco flexible y liviano. La acompaña solamente el guitarrista con su acústica. El escenario alternativo es un cuadrado blanco de borde rojo que parte el campo trasero en dos. Suena una versión íntima de “Say Something”, de Disco, y del techo baja una bola de espejos que lo ilumina todo con esos haces de luz que atraviesan el corazón y el tiempo. Es un instante pequeño y perfecto que queda suspendido unos segundos. Como una exhalación, casi un suspiro. Promedia el desembarco argentino del Tension Tour 2025. El hechizo es total.
La canción “Over the Rainbow”, popularizada por Judy Garland en la película El mago de Oz en 1939, describe un lugar imaginario e ideal en el que los sueños se vuelven realidad. “Donde los problemas se derriten como gotas de limón”, cantaba Judy. Su interpretación de Dorothy la convirtió en la primera gay icon. Ese personaje que se escapaba de una vida en blanco y negro para vivir aventuras en technicolor se transformó primero en contraseña y después en bandera del colectivo LGBT. Y su canción en un himno.
El pop condensa el costado juguetón, pícaro, distendido de la cultura de masas. Es un lugar seguro, un espacio habitable donde se puede ser uno mismo sin temores ni peligros. Pero no es una retórica para nada inocente ni inofensiva. Hay una pulsión de vida que late ahí. A fuerza de lentejuelas, glitter, maquillaje, coreografías y canciones que hablan del amor en todas sus formas, sus sucesivas divas fueron andando y ensanchando la ruta que empezó en el sendero de losas amarillas sobre el que bailaban Dorothy y sus amigos. Han recorrido un largo camino, amigas.
Casi noventa años después que Judy, Kylie Minogue parece venida directamente de ese lugar soñado, al otro lado del arcoíris: una mujer moldeada con esas gotas de limón derretidas. No existen los problemas allí donde ella pisa, sólo el hedonismo incansable de un pop sin fisuras. Así lo demostró en el show del jueves pasado, en el que dio cuenta de sus más de tres décadas de carrera. Con la voz intacta y ese metro y medio de humanidad que se mueve con una soltura que hace creer que aquello que hace es lo más natural y sencillo del mundo.
Cuatro actos. Cuatro momentos. Cuatro estados de ánimo. Un desparramo de intensidades contenidas. Sobriedad en la puesta y aplomo más allá de la fiesta. Porque la fiesta está y está siendo todo el tiempo: en los rescates ochentosos, en los momentos más pop, en el disco, en la intimidad, en la rave. Pero Minogue cuenta con una solidez sobre el escenario que escapa a la parafernalia habitual del estilo popstar. Sí: hay bailarines; sí: hay pantallas; sí: hay cambios de vestuario. Pero nada de eso es más que ella. Minogue caminando con ese paso tan imposiblemente pesado y firme para una persona de su tamaño, enfrentando la cámara que la toma en primer plano, reproduce su imagen y la vuelve enorme en ese andar, es hipnótica. Ahí se concentra la energía de este show. La potencia. Y también la tranquilidad de saber que no importa el paso del tiempo: hay cosas que resisten. Se mantienen como un refugio. Kylie se planta en el escenario con esa halo atemporal: algo naive, discreta, sin dobleces, sin recovecos. Y ofrece dos horas de felicidad plástica, elástica, sin concesiones ni exigencias.
Enfundada en un traje de pantalón y corset de ¿cuero? ¿vinilo? rosa masticable avanza sobre la plataforma del escenario y da el puntapié inicial con “Lights Camera Action”, de su último álbum, Tension II. El mensaje es muy simple: acá no hemos venido a hacer un ejercicio de nostalgia. Esto es hoy, ahora, acá. Y aunque después el repaso la pasee por sus grandes éxitos del pasado, la celebración está consagrada al más absoluto presente. Es un arranque frenético, con el sonido al palo (por momentos bastante empastado), la andanada de versiones breves de “In Your Eyes”, “Get Outta My Way”, “What Do I Have to Do” y la épica dance de “Come into My World” antes de que Kylie haga mutis por el foro tras dejar calientito el dancefloor discotequero con “Spinning Around”, mientras los ocho bailarines gastan la pista.
Vuelve a salir a escena, esta vez de rojo furioso, con un atuendo mezcla de gaucho chic y odalisca, para el apartado quizás más retrospectivo del setlist, que abarca desde temas de Rhythm Of Love hasta la celebradísima “The Loco-Motion”, su primer gran hit, pasando por “Dancing”, de su disco Golden, con impronta country y line dance incluida.
Entonces se muda al escenario B, una especie de más más allá del arcoíris. Porque si lo que venía pasando ya estaba recubierto de una pátina de felicidad impenetrable e irrompible, lo que ocurrió en ese breve cuadrado incrustado en el medio de las plateas fue una confirmación (una más) de que no hace falta tanto despliegue para dejar plantada una sonrisa mental en la gente que te sigue, te quiere, te admira.
La música es eso: un juego de tensiones. El silencio y el sonido. Los climas que crecen, se estiran, explotan y relajan. Y éste fue el momento de mayor tensión de la noche. Pero no en el sentido de tirantez, sino de emotividad. El cuerpito de Kylie. Las coristas –en las que se apoyó fuertemente durante las dos horas que duró el show–. Un guitarrista. Lo otro, todo lo demás, pareció desaparecer. Y allí, en esa atmósfera tan despojada, ocurrió una magia que contuvo desde unos versos a capella de “Where the Wild Roses Grow”, la inmortal balada de asesinato que grabó junto a Nick Cave, hasta un medley megadance elegantísimo que terminó con el cover de “Last Night The DJ Saved My Life” en las voces de las tres cantantes.
Ominosa, casi opresiva, “Confide In Me” le bajó los beats al asunto, mientras Kylie, cubierta por una capa negra hasta los pies, cantaba aquello de “A todos nos hiere el amor/Y todos cargamos alguna cruz/Pero en nombre de la comprensión/Debemos compartir nuestros problemas/Confiá en mí”. “Slow” llegó como en puntas de pie, dando saltitos sobre ese riff sintetizado, con algo del misterio que todavía flotaba desde el tema anterior y rápidamente se transformó en sensualidad y sudor.
Y a partir de ese momento ya no hubo nada firme en donde sostenerse. Con el pulso housero de “Timebomb”, se materializó la carroza más colorida y extravagante de cualquier Pride Parade de capital mundial. Con “Tension”, el brillo disco se volvió pesado y pegajoso. “Can’t Get You Out Of My Head” explotó como miles de globos de chicle sabor tuttifrutti. Y llegó el final a pura fiesta, papelitos, las luces de los teléfonos y el pop inquebrantable de “All The Lovers”.
En los bises, “Padam Padam” se impuso con ese halo de mantra electrónico con el beat morigerado. ¿Es un rezo, una plegaria, una promesa, una invocación? No hubo tiempo para respuestas, porque inmediatamente llegó la sorpresa de “In My Arms”, por primera vez en el tour y en una versión llamativamente rockera, y el final (ahora sí: el final) con la emoción en el brillo de los ojos y “Love at First Sight”, directamente desde Fever, del año 2001, hasta ese lugar en el infinito sin tiempo que encarna Kylie Minogue, donde los sueños que te animás a soñar se convierten en realidad.