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Electrónica de la herida: una noche con Björk
27.6.2025
Escrito por
Lala Toutonian

La noche del viernes 13 de junio, Buenos Aires estaba hermosamente helada. Una llovizna sucia se pegaba a los abrigos, a los frentes de los edificios, a las pestañas y nada peor que ese tipo de lluvia que no limpia nada. Si va a llover, que sea con ganas.

Pero vamos a lo importante: Post, el segundo disco de Björk, iba a sonar completo en Artlab, pero no como fondo sino como rito.

Dentro del espacio, uno muy cool, negro, luces precisas, barra y gastronomía minimal, en el barrio del momento -Chacarita-, gente guapa, el calor era el justo: mínimo y acogedor, pero el sonido, ah, el sonido, perfecto. Fidelidad extrema. El sistema Hi Fi con altavoces Altec Lansing A7 parecía querer reproducir no solo las canciones sino el clima emocional exacto de 1995 y lo logró. Y yo lo sé porque estuve en 1995 celebrando la salida de este álbum porque Debut nos había desnucado antes. 

Ignacia fue la anfitriona en Artlab, que no solo guió la escucha sino que encarnó el disco. Compartió partes de su conversación con Graham Massey, productor de la islandesa, habló del riesgo, del pulso creativo, de cómo Post impactó en su vida. Fue un acto de entrega, su  emoción no era inseguridad sino producto del peso de lo que se estaba diciendo. Ignacia caminaba arriba del escenario entre cables y parlantes, muy honesta, íntima, despojada de barroquismos relatando su conversación con uno de los protagonistas invisibles de Post. Massey, histórico miembro de 808 State y uno de los productores clave del disco, trabajó en los temas “Army of Me” y “Modern Things” y acá lo vimos contando su vivencia en lo que admite haber participado del disco más exitoso de su carrera. Durante esa charla, que traspasó océanos y décadas, hablaron de procesos creativos, de ideas que en esos tiempos apenas necesitaban herramientas para volverse ese sonido tan único y particular. Massey remarcó la importancia de la espontaneidad, del coraje emocional, de mantenerse fiel a una ideología artística, incluso cuando el mercado empujara hacia otro lado. También evocó la escena musical de Manchester, sus comienzos armando mixtapes y el modo en que distintos géneros se cruzaban como lenguas vivas, sin jerarquías ni etiquetas. Mostró el demo de “Army of Me” en cassette y cómo se lo enviaban por correo entre Inglaterra e Islandia con los retoques y grabaciones y una no puede dejar de pensar cómo esos tiempos laxos contribuirían -o no, cómo saber- al talento. Hoy en un click a la nube o al drive y ya tenemos todo para seguir trabajando inmediatamente sin darle el reposo necesario. Quizá y solo quizá. 

Pero como sea, ahí estábamos escuchando con atención ese diálogo entre Ignacia y Massey con un pulso, acaso el mismo que unió a una chica en Ituzaingó con un productor en Inglaterra, y que vuelve a escucharse cada vez que suena Post, como un eco de 1995 que todavía pulsa  y de algún modo encuentra nuevas formas de decir.

Luego comenzó la escucha: una imagen estática de la tapa del álbum, un ícono visual de los 90, ese retrato saturado de color, exuberante, enigmático también, que captura el espíritu futurista y caótico del álbum. Björk aparece en primer plano mirando directamente a cámara con una expresión ambigua mitad inocencia, mitad intensidad contenida. Viste un abrigo blanco acolchonado de aire espacial, con detalles coloridos que remiten tanto al animé como al diseño rave de la época. La cabellera oscura, suelta y ligeramente despeinada enmarca un rostro intervenido por maquillaje en tonos rosas y metálicos -que tanto copiamos, cof cof-, como si viniera de otra dimensión estética y de fondo, una ciudad vibrante, hiperreal, que recuerda a Tokio o Nueva York, con luces de neón y carteles que explotan en tipografías y símbolos. Es un entorno urbano, digital y onírico al mismo tiempo, como una postal del futuro vista desde el prisma emocional de los 90. La imagen había sido diseñada por Paul White con dirección de arte de Me Company, pero no buscaba representar a Björk como una estrella pop tradicional sino como un personaje mutante, parte cyborg, parte chamana, siempre un paso más allá de lo que la industria espera. Una Björk que, como el disco mismo, se lanza sin red a experimentar y eso viene directamente desde esta imagen antes de haber escuchado el disco. Una vez adentro, el goce es completo.

Entonces, la audiencia -un Artlab completo y estallado- atenta a la imagen y a la música. 

No era un recital.

No había banda ni luces que estallaran ni cuerpos saltando enajenados. Solo la imagen inmóvil en el escenario con una Björk mirándonos desde 1995.

En el centro de la sala, la música y a su alrededor un montón de cuerpos quietos. Algunos en el suelo, cruzados de piernas como en una sala de yoga cósmica; otros en sillones, recostados como si esperaran que algo los poseyera desde adentro. Nadie hablaba. El silencio podría haber sido casi absoluto. Pero no era un vacío. Era otra cosa: una electricidad baja, constante, como cuando alguien piensa fuerte al lado tuyo.

Entonces esta nueva experiencia que se impone como un signo de los tiempos quizá sea la respuesta evolutiva a los movimientos musicales: ensayar en un garaje, tocar en un club, grabar un disco, compartir un recital, escuchar la música en casa con pares, hoy unir todo y hacerlo en comunidad.

Que se imponga este formato, urge, verdaderamente cada beat, cada respiración procesada, cada caos programado de ese disco de los mil demonios surgía con una nitidez precisa. El sistema Hi Fi era impecable, decíamos, sí, pero incluso ahí había interferencias: el sonido del agua corriendo desde el baño rompía la pureza del ambiente con una insistencia inquietante, un eco orgánico, como si lo analógico y lo corporal vinieran a recordarnos que por más fidelidad que haya, siempre hay algo que escapa.

Y eso también fue Post: belleza extrema atravesada por interferencias. Música que no se puede domar del todo. Como la lluvia, como la Björk de esa época, como los discos que no pasan de moda porque nunca entraron del todo en ninguna.

Algunos pocos se animaron a moverse. No era baile: era otra cosa. Un vaivén, un trance leve, una forma de habitar el cuerpo sin romper el hechizo. Porque eso fue justamente, una escucha como trance. Como sentarse frente a un altar invisible. 

No había adrenalina de show.

Había algo más raro: vulnerabilidad compartida. Y un álbum que treinta años después, sigue sonando como si el futuro todavía estuviera escribiéndose. 

“Hyper-ballad” entró como un susurro que aprieta, “Army of Me” como un tanque emocional. ¿Si quise gritar eufórica “And if you complain once more/You'll meet an army of me” como lo hice en el concierto de Björk? Claro. Pero cerré los ojos y estalló dentro de mí.

Cada track era una escena y me recordaba cómo llegamos a 1995 y a una artista como ella. 

Una genealogía emocional y sonora de crecer con esas voces para quienes crecimos con voces de mujeres que no pedían permiso. 

Mediaban los 80 y a los quince no teníamos una épica, era más bien una urgencia. No queríamos ser rescatadas, queríamos quemar el edificio. Nos formamos en un altar de distorsión y sombra, con voces que no venían a calmar. Siouxsie era cuchillo, Lisa Gerrard cantaba desde un idioma sin nombre, Lydia Lunch, tan rabiosa, sexual, peligrosa ella, Debbie Harry, un arma cargada, Grace Jones, una diosa cyborg, Anja Huwe de Xmal Deutschland con su alemán abismal, Diamanda Galás invocando a los muertos, Jarboe, el corazón sangrante de Swans, la querida Liz Fraser que te acariciaba el alma. Con ellas aprendimos que la voz no es solo voz, que puede ser cuerpo, política, y sobre todo delirio. Que se podía cantar desde la herida, desde el goce o desde lo que nadie quería mirar.

Con esa formación emocional y cultural llegaron los veinticinco a mediados de los 90 y fue como si ese linaje mutara de forma. No perdimos la rabia pero aprendimos a sostenerla. A afilarla. A escribir con ella. Ahí estaban Shirley Manson, feroz y elegante, PJ Harvey, esa médium con guitarra, Courtney Love, gritando entre sus muertos, Tanya Donelly (Throwing Muses, The Breeders) con su dulzura torcida, una Sinéad O’Connor con voz temblorosa de verdad absoluta o hasta Kim Deal, la bajo-líder silenciosa. 

Y Björk, claro. Que no parecía venir del punk pero lo era más que nadie. Porque era rara y no encajaba en ningún lado. (¡¿Qué más podemos pretender que ser raras y no encajar en ningún lado?!)

Y esas voces, todas esas voces, siguen pero no como nostalgia, sino como espectros que nos habitan. Nos enseñaron a mirar con otros ojos, a gritar, a seguir escribiendo, como lo hice, como lo hago, desde el margen con las uñas pintadas de negro, el corazón roto y la cabeza prendida fuego.

Paréntesis: acaba de salir Björk: una constante mutación (Nórdica), una antología crítica que compila ensayos y entrevistas que explorar en profundidad la trayectoria artística y personal de la pequeña islandesa; y se articula un recorrido editorial por las múltiples facetas de Björk, desde sus inicios como niña prodigio  que publicó su primer álbum a los 12 años, hasta su consolidación como figura clave de la vanguardia musical global. Lo interesante del libro es el contexto crítico sobre su presencia transversal en la cultura contemporánea posicionándola como un fenómeno cultural transdisciplinario y difícilmente clasificable. Son textos que van de la crónica, la crítica musical a la reflexión estética. Todo lo que un fan necesita leer. Cierre de paréntesis.

Todo lo antes narrado pasó la noche del viernes 13: se cumplieron treinta años de la salida de Post de Björk y la celebración fue en silencio aunque en un momento hubo una urgencia de aplaudir porque, vamos, esa música electriza.

Y en estos neo formatos donde no hay luces ni gritos, nadie transpirando en el escenario, ni pogo. Lo que hay es otra cosa: una sala en penumbra, cuerpos quietos, ojos cerrados o muy abiertos y un sistema de sonido que no quiere entretenerte sino tomarte por completo.

Las escuchas de discos son rituales colectivos sin coreografía que invierten la lógica del espectáculo: no se trata de mirar sino de hundirse. Acá no hay performance, hay presencia. El protagonismo absoluto lo tiene el sonido en su forma más cruda y pura: sin filtros, sin distracciones, sin luces que te digan cuándo emocionarte. Y entonces pasa algo raro. O tal vez no tan raro, pero sí poco habitual: el silencio. Un silencio fértil, eléctrico. Cada capa de producción, cada respiración editada, cada glitch se vuelve un evento. No estás esperando el hit: estás habitando una obra.

Eso, ese estar adentro, es casi un acto de desobediencia. Porque en tiempos de scroll infinito, de playlists líquidas y atención rota, sentarse a escuchar un disco entero es casi punk. Un gesto de lentitud feroz. Una forma de volver al cuerpo, al pulso, al ritmo interno.

(Spotify me felicita cada fin de año por escuchar discos enteros pero no sé escuchar música de otro modo.)

Y si la guía del viaje es una mujer, como Ignacia o como Björk misma, la cosa se vuelve todavía más filosa porque esas voces que conducen no explican: encarnan. No vienen a traducir, vienen a sostener un espacio que se parece más a un aquelarre que a un show.

Escuchar así es una forma de decir que seguimos estando acá. Y en ese silencio compartido algo late distinto. Como si cada escucha fuera también un conjuro.

Y después se nos pregunta por qué seguimos tan obsesionados con los 90. Dale play a Post y la seguimos por wa.

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