
Es una cuestión de expectativas. Babasonicos siempre camina sobre esa línea: la de las expectativas que genera. No tocaban solos en CABA desde los Movistar Arena de junio de 2024 y, antes de eso, el show en la velada tórrida de diciembre de 2023, en el Campo de Polo de Buenos Aires, aquélla en la que Adrián Dárgelos declarara, como un oráculo de su propia obra, “Alguna noche de éstas nos van a venir a buscar y vamos a salir de la trinchera porque lo que sigue es cuerpo a cuerpo”. El 6 de diciembre desembarcaron en el estadio de Ferro con ese impulso: no sólo con la expectativa que avivaba este regreso, sino también con la sorpresa del disco que lanzaron pocos días antes. Cuerpos Vol. 1 cayó sobre nuestras cabezas como el muchacho que hace un clavado sobre el cemento en su portada. Enojado, sórdido, oscuro.
Para hablar del recital del sábado, es preciso primero dedicarle unas líneas al álbum. ¿Qué podía esperarse del show de una banda que sale con un disco de esas características? Cuerpos Vol. 1 es incómodo. Es difícil. Es una mirada intoxicada de frustración sobre un presente que se volvió cada vez más impenetrable, y la perspectiva de un futuro todavía peor. En ese sentido, la salvación que proponen esta vez no está en la música en sí misma, sino en la posibilidad de cambios hacia el seno de la propia producción. Es un camino doble que Babasonicos viene andando desde sus inicios: el que implica la autoexploración a la vez que asume un lugar de observador de lo que los rodea. Un recorrido que se puede explicar a partir de la siguiente clasificación (rudimentaria, sintética, insuficiente) de sus últimos tres discos: Discutible/deconstrucción; Trinchera/superposición; Cuerpos/abstracción.
Cuerpos Vol. 1 se escucha como una forma abstracta que se hace legible a la distancia. En diseño se suele explotar la forma de las palabras además de su sentido; aquí pareciera estar aplicado el mismo criterio a las canciones: la abstracción como mutación de la forma de la música para brindarle nuevos significados. En Cuerpos, la música parece el resultado de ver muy de cerca, casi a través de un microscopio, los sonidos con los que venían experimentando. Sintético, mínimo, atómico, mineral.
Al mismo tiempo que la música se aleja de los estados más figurativos, las letras de Cuerpos Vol. 1 son tremendamente físicas. Las palabras se dicen descompuestas. Las voces se modifican hasta el infinito. Un Dárgelos cyborg deforma su voz y la lógica silábica de las palabras para describir una realidad que viene desplomándose encima de nuestros cuerpos cuando canta “El futuro viene con un paquete de humillaciones por presenciar en primera fila”, para más adelante animarse a diagnósticos todavía más pesimistas a propósito de los destinos del lenguaje: “Quizás en poco tiempo seamos los únicos seres con la contraseña del habla”.
“¿A dónde fue a parar el tiempo invertido, ese tiempo puesto en juego, cuerpo a cuerpo?”, se pregunta Adrián en “Maracuyá”. El 27 de noviembre salió este disco. Ahora sí, llegamos a Ferro. Los cuerpos vivos y cansados. Los cuerpos estrellados apilados. Cuerpos pulpa maracuyá.
La lista no se apartó mucho de los shows que venían haciendo. Incluyeron sólo dos temas de Cuerpos (”Advertencia”, que abrió la noche, y “Tiempo Off”) y fueron sorpresivas las versiones originales de “Su ciervo” y “Gratis”, que no hacían en vivo hace muchos años. Sin embargo, hubo algo de ese espíritu de la abstracción absoluta que construyeron en este disco que sobrevoló el set, especialmente apuntalado por la puesta de luces de Sergio Lacroix, que fue exultante en su sobriedad.

Líneas. Puntos. Planos. Colores plenos. Negro, rojo, azul. El gris jaspeado de una luz que no ilumina. La reducción a la mínima expresión de cada elemento. Como si esa mirada microscópica sobre el sonido pudiera expresarse en las luces y las visuales. Las siluetas de los músicos se recortaban sobre el fondo de esa caja inmensa y aparecían diminutas. Así, cada tema de los discos anteriores sonó diferente que otras veces porque en esa sumatoria de sustracciones, el resultado pasaba a ser otro.
El mismo efecto surtieron las tomas cenitales de la planta del escenario que se proyectaban verticales sobre las pantallas laterales: puntos, líneas, formas, colores y cuerpos, arrojados al público desde otra perspectiva y con otro sentido, finalmente dibujaban otra escena. Ése fue el gran acierto de traslación de la estética de un disco a la puesta de un show. Porque aunque lo que se estuviera presentando no fuera ese álbum, el presente de esta banda estaba ahí.
El genio creativo de Lacroix, sin embargo, no pudo disimular algunas cuestiones de sonido y técnicas. La banda por momentos sonó desarticulada. Y eso, sumado a las complejidades de amplificación del estadio abierto, le restó algo del impacto habitual. Aunque el duende de Dárgelos continúa intacto, y verlo contonearse y pavonearse con esa media sonrisa que condensa todas las picardías de este universo sigue siendo tan hipnótico como siempre. Y volver a ver a Carca en ese escenario, tras sobrevivir a una operación de trasplante de corazón, fue una alegría impagable.

Después de “Advertencia”, el tándem “Mimos son mimos”/“Paradoja” sostenidas sobre el riff de guitarra de Mariano Roger recordó el eslabón que une Trinchera con Cuerpos. “Su ciervo” irrumpió mientras todavía flotaba, burbujeante, “Ingrediente”. Sorpresiva y algo empastada, 100% enjundia rockera que continuó con “Sin mi diablo”. Las cabezas del público en blanco y negro y tomadas desde arriba como una versión gótica del papel picado ilustraron “Fiesta Popular”.
“En privado” bajó la intensidad e invitó a sumergirse en el bloque de los arrumacos que continuó con “Tiempo Off” y la imagen en las pantallas de la mano de Diego Tuñón sobre el teclado, como diciendo “ustedes pensaban que este sonido es extraterrestre, pero la elección de que suene así es totalmente humana”, mientras Adrián se estremecía en espasmos controlados, impulsados por ese mismo estertor musical. “Risa” y “Gratis” salieron como salticando en un patio de secundaria hacia ese pasillito escondido donde todo está permitido.
Dárgelos abrió los brazos en cruz y se dejó bañar por esa sensación de completud antes del “Todo lo que pueda arreglar hoy lo dejaré para mañana” de “Puesto”. El cubo del escenario se descompuso en rectángulos grises que se movían y se encimaban mientras aparecían, proféticos, los versos de “Orfeo” que hoy resuenan con especial potencia: “Vengo a dar la cara por vosotros/Y a traerles el alivio que no estamos solos/Busco emanciparlos de la duda y dejarlos en Constitución/Para que vean/Que hay que desprenderse del grillete/De violencia e ignorancia que arrastramos”.
A partir de aquí, la andanada de hits se fue sucediendo como piñas, como besos, como exhalaciones, hasta llegar al momento apoteósico del recital. Lacroix pintó de un color indescriptible por lo anodino toda la extensión del escenario. Una luz incolora, cálida pero no tanto, con una opacidad… casi que se podía tocar. Empezó “La pregunta” que dejó todo en suspenso. La lógica del tema es la que rige Discutible: nada empieza ni termina ni concluye ni relaja. La tensión se va haciendo más y más tensa. Las voces no hablan y se responden, más bien van terminando la frase del otro porque el otro ya empezó con lo próximo que tiene para decir.
El público se impacientaba. Hacía palmas a destiempo. Mientras tanto, fue tan sutil el cambio de color de las luces que se volvieron paulatinamente más y más sombrías hasta que, casi sin darnos cuenta, el escenario estuvo teñido de negro y rojo. Y entonces llegó la explosión final que tomó el cuerpo – los cuerpos – y en ese recorrido desde y hacia la abstracción pura, caímos todos: el público, la banda, las personas que miraban, escuchaban y bailaban desde los balcones de los edificios aledaños, la noche, la música, la vida, las expectativas que se hacen añicos.
